El callejón de las no verdades

     El tipo había decidido apartarse del mundo con sus libros y sus discos en un bolso. Caminó hasta la zona oeste de la ciudad donde le habían dicho, en una madrugada de borrachera en el café Cortázar, que si lo hacía de noche podría encontrarse con el callejón de las no verdades que sólo tenía una cuadra de extensión, una ancha calle de césped con árboles en sus veredas y una soledad que le permitiría encontrarse a sí mismo. El tipo intuía que ella no lo perdonaría, porque justo en el momento en que todo estaba bien, él, vaya a saber por qué causa, si es que existía alguna causa, había arrojado todo por la borda. Había decidido dejar su trabajo, para dedicarse a la música y a la literatura, pero no para grabar un c.d. y escribir un libro, sino para escuchar los c.ds. que se había comprado durante años y para leer los libros que había conseguido en otra tanta cantidad de años. Por eso le interesó lo del callejón de las no verdades, porque creyó que era el lugar indicado para concentrarse, para disfrutar de esos momentos, con la espalda en el césped y la mirada en las estrellas. Y así, pensó, volver cambiado, con nuevas perspectivas, para convencer a ella de que todo eso era lo mejor para los dos. Aquella vez, llegó y se instaló en el lugar. Notó que no había enchufes para su reproductor de c.ds. y notó que la luz no era suficiente para leer libro alguno. Se recostó en medio de la calle, silenciosa, acogedoramente extraña y allí se quedó repasando frases de novelas que lo habían hecho feliz y susurrando canciones que había escuchado hasta el cansancio durante toda su vida.  Pensó en ella. En cómo la encontraría al volver a verla.

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