Me gustaría que recordaran, como yo, esa noche de sábado de agosto, de 1985, cuando fuimos a una disco de Casilda: Arquus. Llegamos temprano, en uno de los colectivos «Los Ranqueles», casi al atardecer cuando aún lloviznaba y fuimos a tomar algo en un bar frente a la plaza principal, cuyo nombre no recuerdo ahora, a un costado de la avenida Buenos Aires. Allí cruzamos miradas intensas. Ella era alta, silenciosa. Había venido del lado de la vieja estación de trenes. Por eso pude acercarme en la disco, porque sus amigas, creo que eran sus amigas, se estaban divirtiendo con un grupo de muchachos y ella estaba sola sentada mirándome. La semana anterior, yo había comenzado a leer un libro de Marsé y en medio de la charla le añadí la frase que me sumergió en mi país de las maravillas: Si no tenés ganas de hablar, me parece excelente, me gustaría cuidarte detrás de un piano en una noche de tormenta. Y ahí, al toque, como si fuera un truco ideado para cine, se escuchó un trueno contundente y los relámpagos superaron los efectos de las luces de la disco. Ella me tomó de la mano, me pidió que fuéramos a su casa, ahí a pocas cuadras, donde tenía un piano de su madre, y yo, si recuerdan, les avisé y les pedí que se fueran en el Ranqueles de las siete. Luego, partí con ella. Pasé una noche inolvidable que no pudo borrarse de mi mente durante estos veintiséis años. Hubo música, ella tecleaba el piano con sensibilidad, y sus brazos alrededor de mi cuello y sus labios pronunciando frases que abrían nuevos rumbos. Vimos el amanecer y la tormenta que se iba para siempre.
Viejos apuntes para ficciones que vendrán
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