A Roberto Fontanarrosa que, de conocer la historia, la hubiera escrito mejor.
A Jesús Emiliano, joven y enorme periodista de estos tiempos.
A aquellos muchachos que en los años ’80 llevaron agua fresca a la vida diaria de esos talleres.
Yo sé que esos periodistas ahora hablan de Central y Newell’s, de clásico pasional, y todas esas cosas. Pero te digo una cosa, pibe. Pasionales eran los desafíos entre secciones del taller Pérez. Uuuh, no sabés lo que era eso. Vos me venís a ver porque el Manguera te contó algo y ahora que, en pleno 2035 están construyendo ese satélite de comunicación más avanzado que el ARSAT, ahí, en el predio del taller. Mirá, el acontecimiento histórico fue aquel partido, en pleno verano, que vení a contarme de la final del mundial de México ’86. ¿Argentina-Alemania? Noooo. Las Máquinas versus el Z Chico. No habrá otro hecho histórico igual, jamás. Te lo firmo acá, en la AFA, en la FIFA, donde vos quieras, pibe, ¿cómo te llamás? Ah, sí, Jesús. Te lo firmo, te hago un tatuaje con la declaración jurada. Yo fui testigo. No sólo del partido, sino de todo lo que rodeó a aquel partido desde la insinuación del desafío. Porque esos días fueron tremendos. Mirá, no te dejés engañar, te van a hablar de la guerra fría entre rusos y yanquis. Eso fue un juego de niños, al lado de esto que te cuento. Todo empezó porque se sabía que el equipo de Raulogol, del Z Chico, llevaba 12 partidos invictos. Sí, señor. Y era verdad, tenían un equipo con nombres que vos no dabas ni cinco para que patearan una pelota, pero los tipos iban a canchas bravas, y ganaban. No sé cómo, pero ganaban. Iban a Adir, allá abajo del viaducto, y ganaban. Iban a Acíndar y ganaban. Iban a la Capilla de Villa Gobernador Gálvez, esa inexpugnable cancha que tenía un cura allá, y ganaban. Iban a Capitán Bermúdez, allí jugaron una final contra Los estrelleros, un grupo folklórico de ahí que tres días después de ese partido cantaron en canal 7 de Buenos Aires, pero esa noche el Z Chico dejó su sello. Aunque después, los dos equipos, se comieron un asadazo entre zambas y bagualas, el tema es que también ganaron. Si los hubieran invitado a jugar en la mismísima Bombonera, iban y ganaban, te lo aseguro. Eran unos románticos del balón. Llegaban a la cancha en que jugaran, cantando algún lento de los ’80, comiendo algún alfajor, o semillitas de girasol, ponían cara de no saber nada de fútbol, pero cuando sonaba el silbato del árbitro, agarrate. Ahí empezaba el baile. Pero, ya te digo, lo que ocurrió esa tarde en el césped vecino al taller Pérez, fue único en toda la historia de ese lugar, y no se volverá a repetir. Tomá nota, Jesús, todo lo que te cuento es la más fiel verdad. Yo fui el relator de ese partido. Tengo el cassette por ahí entre discos de Pink Floyd, de Dire Straits, de los Abuelos de la Nada, de Serú… entre ese revoltijo, seguro está el TDK que contiene lo que ocurrió esa tarde, relatado por quien te habla. Sí, al comienzo hubo algo de malicia, porque se hablaba de que el Z Chico tomaba prestados jugadores de otras secciones para llevar a esos partidos de afuera del taller. El viejo Cancio, el Tano Fiorito, el pibe Asfur, el Vivo Rodríguez. Todos eran de selección ferroviaria. Lo disimulaban, pero como te dije, a la hora de mover el balón eran una cosa que si no la ves no la creés. Por eso esa tarde es histórica, porque es producto de una metida de cola del diablo. Y los muchachos de las Máquinas querían poner los puntos sobre las íes, decir: acá estamos nosotros, a ver ese Z Chico qué tal se las arregla sólo con sus jugadores. Y la cosa se puso tan caliente que pasó a ser una cuestión de Estado, de Capataces que quedaron prendidos sin comerla ni beberla. El acontecimiento pasó a ser: Los de don Alberto versus los de don Osvaldo. Ni te imaginás, pibe. La semana previa al partido plena de rumores y contrarrumores, espionajes y contraespionajes. A Angelito, el glorioso arquero del Z Chico, gran atajador de penales y de jugadas de mano a mano con delanteros, que estaba temporalmente trabajando en las Máquinas, le revisaban hasta la pata de pollo que se llevaba en un tupper para el almuerzo, por si tenía escondido algún micrófono. Incluso llegaron a poner en duda la presencia del flaco Vergara en el equipo de don Alberto, porque lo habían visto con Raulogol en una disco de San Lorenzo, en ocasión de aquel memorable recital de Miguel Mateos que lo llevó a consagrarse luego en el Luna Park. Todos sospechaban de todos. También se llegó a decir que Raulogol, que muchos sabían que era alérgico y se trataba con el doctor Fachetti en el Hospital Ferroviario, se enchufaba con un antialérgico que contenía efedrina, para sacar ventaja deportiva. Castrito, que levantaba pedidos de materiales para la oficina de Perconti, se paseaba por todo el taller con la carpeta correspondiente y una caja de Súper Pibe, la chocolatada en polvo que bebía Raulogol. Con ese gesto amedrentaba a rivales afirmando que en esa merienda estaba el secreto de la raíz goleadora de su amigo. Porque iban a la cancha juntos, Castrito y Raulogol iban a ver a Central juntos, en esa época. Reconozco que la gente del Z Chico, o sea la gente de don Osvaldo, también quería saber quiénes iban a jugar para Las Máquinas, o sea la gente de don Alberto. Los Pereyra eran números puestos, por ahí más David que Titino, pero siempre se rumoreó que los Pereyra se iban corriendo todos los meses, desde Pérez hasta Baradero, ida y vuelta, luego de elongar en alguna plaza de la provincia de Buenos Aires. También se sabía que el Burri Godoy practicaba Taekwondo con el profesor de un conde, en un campo de Sandford o Casilda, para mantenerse en buen estado y estar firme en la lucha por la pelota. Todo era un rumor siempre a punto de hacer estallar algo muy grande. Y también estaban las figuras que querían los dos equipos. El viejo Cancio, que llevaba en una hoja las planificaciones de los partidos, era un cuadro del PC y sabía de barricadas firmes y de luchas inclaudicables. Por eso le encargaban planificar las defensas cuando iban de visitantes, y jugaba para los dos equipos, él no tenía problemas. El Chufla Mercerat, enorme masajista, maestro de deportes náuticos, estaba siendo disputado por esos días, aunque circulaba un rumor sólido de que iba a jugar de cinco para los de don Alberto. En los temerosos de ambos lados, comenzaba a asomar toda la cuestión de los puntos débiles. Sabían que a Raulogol y a Angelito les gustaba la noche y salían en yunta. Por esos días, se sabía que Angelito se chamuyaba a una mujer policía de Pujato y las malas lenguas decían que lo hacía para conseguir un par de camionetas del comando radioeléctrico para que los custodie cuando iban a canchas de terrible fama pendenciera. Y que Raulogol estaba transando con una maestra jardinera de Arequito, con el verso de que iban a instalar por allí una radio FM con una plaqueta que venía con un fascículo de electrónica española. Había más noticias y rumores que sobre el final de la guerra de Vietnam en Estados Unidos a principios de los setenta. Dudas, había a patadas. El Mamo Menichelli decía que tenía una changa de electricidad en un campo de Zavalla y que iba a ver si podía hacer el esfuerzo por estar. Carlitos, el de la moto, que tenía que ir a ver un nuevo modelo de altas cilindradas, o Papito Damini, que viajaba al Parque Sarmiento para coordinar un encuentro de Boy Scouts. El narigón Pascual, que era una especie de Técnico y jugador a la vez, se hacía rogar, diciendo que no sabía si iba a poder jugar porque tenía turno con el otorrino, o no sé qué cosa tenía que arreglar en Casilda. El narigón era imprescindible para los de don Osvaldo porque era veterano, leía bien las jugadas y podía pegarle dos gritos con autoridad a los más pibes. Del otro lado la duda, entre todas las dudas, era el pibe Piro, porque practicaba rugby y atletismo, había ganado no sé cuántos triatlones, y lo querían para frenar las arremetidas de Raulogol. Todos creían que iba a ser un partido con mucha fricción y pocos goles, muy peleado en el medio campo y con algunos lesionados que, seguro, no iban a ir a laburar los días siguientes. También se sabía que los capataces no iban a estar presente, para evitar que los gladiadores se inhibieran, pero, como si lo escucharan por radio, iban a estar atentos para cargarse al lunes siguiente según el resultado. Otro tema espinoso era la elección del árbitro. El gordo Bini no quiso saber nada: el fútbol es de cornudos, dijo con énfasis, revoleando un libro de Galeano que se había comprado con el último aguinaldo. Todos sabían que Bini iba a estar en la tribuna, que por su vocación de prensa no iba a perderse ese acontecimiento. Finalmente, se reunieron los dos capitanes, el flaco Vergara y Raulogol y, luego de hablar media hora de un próximo recital de Graffiti, en el anfiteatro, consensuaron que imparta justicia el Pipo Muñoz, dada su imagen de tipo serio e incorruptible. Lo fueron a hablar y el Pipo sonrió orgulloso diciendo que se pondría el mejor traje negro que tenía.
Ese viernes del partido a las tres de la tarde, Jesús, los jugadores vieron alejarse a sus compañeros en el tren Obrero, y cómo desde sus ventanillas los saludaban deseándoles suerte en el desafío de esa tarde. Aunque se tenían que ir, muchos changueaban de mozos en algún bar, o laburaban en alguna tornería pequeña para hacer unos mangos extras, sentían la expectativa por el resultado de ese partido. Los gladiadores se acercaron a la cancha, los termómetros marcaban una sensación térmica de 36 grados. Todos sabían que adentro de la cancha habría una temperatura no menor a los 45 grados. Yo me acomodé debajo de un fresno con una banqueta de madera y un grabador Sanyo. Lo llamé a Bini para probar la toma de sonido del micrófono de mano. Se lo acerqué a la boca: son todos cornudos, quedó grabado al inicio de la transmisión. Al lado mío se apoyó en el paraavalancha el pibe Sandrín, que no quería perderse el espectáculo de mi relato. Yo había aprendido con los más grandes, iba al Gigante y me metía en la cabina con Caffarelli o con Marino que me dejaban estar si me quedaba callado todo el partido. Los primeros minutos de mi relato refieren a la entrada en calor, que con esa temperatura era una redundancia, y a los masajes que le estaba propinando Chufla a sus compañeros de equipo. Lo hacía con un aceite especial que había traído de una isla del delta del Paraná, según había comentado. Los jubilados de la cancha de bochas que estaba detrás del arco sur, dejaron su juego para presenciar el evento, eso lo digo en mi relato también. El Pincho Passera se acomodó, sujetado por un arnés, en la antena que estaba montando en el hospitalito, también detrás del arco sur, para no perder detalle del campo de juego. La primera sorpresa se vio cuando los dos equipos estuvieron cara a cara en la cancha. Un equipo tenía ropa deportiva y el otro estaba en pantalones ombú y con el torso desnudo, sin números en la espalda, obviamente. El Pipo Muñoz, todo de negro y con un moño elegante de color azul noche, quiso hacer el sorteo de arco y saque, pero se dio cuenta de que no tenía moneda. Qué cornudos que son, dijo Bini y le alcanzó un billete de cien. Pipo lo arrojó al aire y si caía con el rostro del prócer hacia arriba sacaban los de don Alberto. Y así fue. No te lo voy a hacer largo, pibe. A los seis minutos, los de don Alberto iban ganando tres a cero. Había un jugador, un verdadero jugador con una técnica increíble, el Tino Acorinti, que estaba imparable y me hacía competencia. ¿Cómo? Llevaba la pelota y relataba sus propias jugadas. A los diez minutos el narigón Pascual tenía tres amarillas. El Pipo no lo quería expulsar porque eran vecinos, pero el narigón estaba muy nervioso. Raulogol pedía la pelota, pero no le llegaba nunca. Gallito corría detrás de quien le pasara por al lado y se le salían los borcegos en cada jugada. Angelito discutía con los jubilados que criticaban sus salidas. Raulogol empezó a percibir que algo no andaba bien esa tarde en el funcionamiento del equipo. Algo nos pusieron en el mate cocido esto guachos, pensaba. Cuando ya iban siete a cero, el narigón se plantó y les dijo: bueno, muchachos, en este momento comenzamos otro partido, olvídense del resultado. Vamos todos a la carga barraca. El narigón la tomó en mitad de cancha, se la tiró a Raulogol en diagonal y Raulogol, así como venía, de zurda, se la clavó en un ángulo al negro Mansilla que en plena jugada se acomodaba los anteojos para ver mejor. Dos minutos después hubo un corner para los de don Osvaldo, centro y Gustavo Díaz de chilena la metió junto al palo. Siete a dos. Todo parecía que iba a cambiar el partido. Al rato, Raulogol le pegó desde treinta metros, palo y gol. El equipo volvía a la normalidad. Antes de sacar del medio se reunieron en un rincón el Tino, Piro y el flaco capitán, Vergara. Sí, sí, me acuerdo como si fuera ayer. Tengo la imagen nítida en mi mente. Algo pergeñaban, algo turbio, porque quince minutos después iban ganando catorce a tres. En una jugada aislada, Gallito cayó en el área mientras se le salían los borcegos y Pipo señaló penal. Pateó el propio Gallito, la pelota dio en el palo, el pibe Calzia agarró el rebote y de rabona mientras se reía la colocó junto al palo. La verdad, estos tipos hacían goles poéticos. Evidentemente, no les importaba la cantidad, sino la calidad. Eso queda bien claro en mi relato, donde empleo metáforas extraídas de poemas de Benedetti, de Gelman, de Girondo. Al minuto, una corrida de Raulogol, le sale el arquero y, de emboquillada, golazo. Catorce a cinco. Sentí que se arrimaban, que se guardaban una carta maestra bajo la manga. Pero minutos después, los de don Alberto volvieron al baile, con una jugada donde el flaco Vergara y el Tino lo revolcaban para un lado y para el otro al gran Angelito. Gol, diecisiete, y Angelito arrojó los guantes al piso y le cedió el arco a Díaz. Y este chico Díaz, que tenía detrás del arco dos LPs de Peter Gabriel comprados en Utopía, porque de ahí se iba a una reunión de coleccionistas de discos de Plaza Sarmiento, realmente no tuvo mucho trabajo. Porque, al fin y al cabo, comerse cuatro goles en esa tarde funesta, no era nada. Pipo marcó el centro de la cancha y en ese momento nacía una tarde legendaria, irrepetible, para los anales del fútbol del Taller Pérez. La única derrota del año del Z Chico, empañando una campaña magnífica sólo por una cantidad de goles inexplicables. Fue una paliza inexplicable.
Una vez que se vistieron, nadie quiso hablar para mi micrófono. Mejor así. Se había terminado la cinta del cassette. Lo último registrado dice: el árbitro Pipo señala el medio de… Y el flaco Vergara les dijo a Cancio y a Raulogol que venía un tren de carga que los podía tirar en el Cruce Alberdi. Salieron corriendo y, casualmente, según comentaron el lunes siguiente, el maquinista era Batablá, que aminoró la marcha y los dejó subir en el furgón. Justo pasaban cerca de la casa de don Osvaldo que lo vio a Raulogol y le preguntó, con un grito ronco, cómo habían salido. Les hicimos cinco, dijo Raulogol. Y el tren aceleró su marcha, mientras don Osvaldo levantaba su brazo en señal de triunfo. Luego, el tren tomó una curva y los muchachos se tuvieron que bajar en Alvear, donde tomaron un micro interurbano, parece que se quedaron dormidos, y llegaron a sus casas después de la cena. El lunes siguiente, pibe… el lunes siguiente fue bravo. Don Osvaldo fue hasta la oficina de don Alberto a gastarlo por los cinco goles de sus oficiales del Z Chico. Así que mis pollos les metieron cinco pepas a los tuyos. Sí, dijo don Alberto sonriendo, y los míos les enchufaron veintiuno. Me estás mintiendo. Te lo juro por aquella General Motors, dijo señalando una de las locomotoras que estaban en reparación. Don Osvaldo volvió al Z Chico hecho una furia. Raulogol y Angelito lo vieron venir y corrieron hacia los baños, detrás de los galpones, a esconderse hasta que pasara la bronca. Don Osvaldo preguntó por ellos. Agarró un trozo de manguera de aire comprimido y empezó a golpearla contra una grúa. Cuando volvieron a la sección, los esperaba fumando un sin filtro. Después hablo con vos, negro, le dijo a Raulogol. Dígame, Angelito, ¿no le da vergüenza comerse veintiún goles? ¿No le da la cara? Le mintieron, dijo Angelito, le mintieron, don Osvaldo, a mí no me hicieron veintiún goles. Ah, ya me parecía, hijos de… rumió don Osvaldo. A mí sólo me hicieron diecisiete, cerró Angelito.