Andrés sabía que la noche tenía su propia música y deseaba percibir sus acordes encendiendo la radio para escucharla hasta quedarse dormido. De lunes a viernes, se dormía más temprano, pero los sábados se quedaba hasta las cuatro o las cinco. Hacía tres semanas que cuando ya creía que había alcanzado el preciso instante de dormirse, se levantaba sobresaltado por un sueño que, si bien no era recurrente, sí lo era la persona con la que soñaba. Y esos sueños le impedían desempeñarse en el trabajo con la exactitud que requería su oficio. Trabajaba en un taller de costura, donde la mayor parte de las empleadas eran mujeres en edad de jubilarse que cosían pantalones de trabajo. Andrés enhebraba las agujas de las máquinas, y recibía las más enérgicas protestas de las costureras cuando, por las horas de sueño perdidas, no embocaba el hilo en el ojo indicado. Sabía que era inútil explicar que no era fácil soñar con Amanda Peet, quien se presentaba en distintas circunstancias, a veces como promotora de una pre-paga, a veces como vendedora en una heladería, a veces como una bruja malvada que le leía cartas oscuras que le vaticinaban un futuro para nada venturoso. Lo cierto es que una vez que Andrés se despertaba, encendía la radio y no se podía dormir más. Además, de nada servía explicarle a sus compañeras de trabajo quién era Amanda Peet, que había sido la novia de Seinfeld, que hizo un papel pequeñísimo en aquella película donde actuaban Michelle Pfeiffer y George Clooney, y que en los sueños le hablaba en un castellano doblado.
Aquel sábado decidió no salir, aunque había recibido propuestas diversas de amigas que deseaban sacarlo del pozo que le había excavado el divorcio reciente. Se puso a escuchar la 8, un programa donde los conductores discutían acerca de Cole Porter y de Dizzy Gillespie, otro hablaba de Grace Kelly en manos de Hitchcock, otro hacía referencia al art decó en Rosario, y una oyente de allende el Paraná solicitaba la presencia de un ignoto escriba que, parece, viene a leer sus cuentos de tanto en tanto. Andrés se reía mientras entibiaba, para combatir su gastritis, una taza de leche a la que agregaba dos cucharaditas colmadas de cacao. Estaba en eso, disfrutando como nunca de esa música, cuando alguien le golpeó la puerta. Un frío le recorrió la espalda, aunque de inmediato, se entusiasmó pensando que podía ser Peny, la artesana que conoció en la peatonal Córdoba una mañana de huelga de inspectores municipales, y que, de vez en cuando venía a dormir con él porque no soportaba los ronquidos de su padre, un jubilado tabacalero que tenía los pulmones destrozados. Apagó la cocina y caminó hacia la puerta. Abrió el postigo y se encontró con el rostro amigable de un hombre que se quitó el harapiento sombrero que llevaba, para saludarlo. Hola, amigo, le dijo, no es mi intención molestarlo a estas horas, pero escuché su radio, justo cuando me disponía a recostarme junto a su ventana. Ajá, dijo Andrés, que no tenía palabras para ese momento. Reconocí algo de Porter, y ¿podría pasar a escuchar? En realidad, yo escucho siempre el programa pero hace unos días un tipo que doblaba con su coche por Avellaneda, lo hizo tan cerrado y distraído, hablando por su celular, que me asustó, se me cayó la radio y le pasó por encima. Desde ese momento, vivo sin información, sin música, ni nada, y créame que es peor que no comer varios días. Andrés miró hacia el cielo, le pareció que estaba plomizo, midió que después de su divorcio en que ella le llevó todo menos la radio, qué podía llevarle el tipo éste, y lo invitó a pasar.
El extraño hombre que se presentó como Horacio comenzó a hablar acerca de su vida: estuve en Perú, en México, en Finlandia y en Nueva York, canté boleros y toqué el saxo hasta que una mujer me quitó todo y desde entonces ando en la calle durmiendo en cualquier parte y despierto soñando con la negra Bozán. Una vez que aparece en mi sueño la negra Bozán, puede pasar de todo hasta que me despierto y camino, porque mi vida se divide en caminar y dormir, y escuchar este programa en la madrugada del domingo. Usted me salvó la noche, si me deja escuchar el programa, le canto “La distancia”. Andrés lo miró y le preguntó qué quería tomar, mientras bajaba una taza blanca de la alacena. Algún mate cocido, dijo Horacio. Andrés puso la pava con agua, escogió un saquito de una lata herrumbrosa que había en un rincón de la alacena. Esperó el primer hervor, muy atentamente porque la pava no poseía silbador. Cuando estaban sentados, esperando, escuchando jazz, como dos personajes de una rayuela del nuevo siglo, se miraron a los ojos. Usted tiene una mirada triste, dijo el recién llegado. Andrés suspiró hondamente y dijo que, tal vez, la causa era la situación de su equipo de fútbol en la tabla de posiciones. No hubo más preguntas, sólo un instante de silencio que fue roto por Horacio cuando dijo: ¿si llamamos para ver si podemos ganar el libro? Tengo el teléfono inhibido. Me pueden llamar, pero yo no. Una pena, hace rato que quiero leer ese libro. Probaron sendos sorbos de sus tazas, mientras el conductor le preguntaba al operador si había mensajes grabados. Sí, los había: …Andrés, si estás escuchando, soy Peny, necesito verte, mañana voy para tu casa, muy bueno el programa, anótenme para el libro, por favor. Andrés sonrió y se dijo por lo bajo: ay, Peny, siempre me llamás de madrugada, la madrugada es tu costumbre.
La mañana siguiente fue distinta a la de los últimos días. Cuando Andrés se levantó, a eso de las once, salió del baño secándose la cara, caminó por el comedor pensando en Amanda Peet hasta que se sobresaltó cuando se tropezó con el pie de Horacio que caía en pendiente desde el sofá. Lo despertó y escuchó una voz adormilada que dijo: ¿ya pusiste el fuego para el asado?