Inundación

Los gritos de alerta nos despertaron de golpe. Se viene el agua, fue la frase más clara que se pudo oír. Salimos a la calle, papá miró la zanja con preocupación porque el agua estaba más alta que de costumbre, y cuando se asomó mamá, mientras se ponía un abrigo, pasó corriendo la Roxy y nos dijo con una voz entrecortada:

—Se viene toda el agua de los campos, hay que levantar los muebles.

Hubo un cabildeo de cinco minutos, entre mamá y papá, y la decisión fue comenzar a subir al techo los colchones, la ropa, los documentos y los electrodomésticos chicos, en ese orden. Yo decidí que entre el orden de los colchones y los documentos teníamos que subir los libros, los discos y los cassettes. Mientras acomodaba mis discos y mis libros, Giancarlo Miletti que también estaba subiendo sus cosas a la terraza, me preguntó si tenía bolsas de nailon que nos sobrara. Le dije que no, y cada uno prosiguió con su tarea.

Subimos todo lo que se podía subir, en sólo dos horas. En condiciones normales, jamás hubiera sido posible, pero la desesperación distribuía las fuerzas físicas de otra manera. Las cosas estaban tapadas con bolsas de nailon y frazadas viejas porque, seguro, iba a seguir lloviendo. Bajé cuando el agua superaba mis rodillas, si bien habían cortado la energía eléctrica en toda la zona, fui hasta el pilar y retiré el fusible (a la electricidad no hay que temerle, pero sí respetarla), luego me metí en el comedor, tomé el teléfono y llamé a Marcelo, el marido de una de mis primas. Le pedí la carpa esa que utilizaba cuando se iba a la isla con los amigos, y me dijo que vendría con la canoa que guardaba en su taller, para llevarse a las chicas. Desconecté el aparato telefónico y me lo llevé al techo.

Ya había aclarado cuando Marcelo llegó con lo prometido, más algunos paquetes de galletitas y termos con café y agua caliente, y un recipiente con sándwiches para aguantar el día. Subió al techo trepándose por el tapial más alto y me ayudó a armar la carpa. Mientras hacíamos el trabajo, intentamos convencer a papá para que se fuera con las chicas, bajo el pacto de que al día siguiente Marcelo lo traería a primera hora.

La primera noche me di cuenta de que a los Miletti no parecía importarle demasiado si el agua seguía subiendo, si era el último día del mundo en nuestro barrio, si morirían en medio de un orgasmo eterno que se ahogara sumergido en ese lodo inesperado. Sus risas apresuradas en medio de ese silencio que acompañaba mi lectura iluminada por la linterna de camping que a papá le había regalado el tío Miguel, invadían mi deseo de continuar recreando en mi mente el sueño de aquel motociclista que recorría esas páginas. A veces, me sobresaltaba el golpe de una ola sucia contra el tapial del frente de casa, a veces intentaba acostumbrarme a estar rodeado del frío, de una humedad que penetraba en mis huesos, del mutismo de las estrellas que adivinaba detrás de los pesados nubarrones que servían como telón a ese escenario. Intentaba olvidarme de lo que hacían los Miletti. Volví a la linterna, a las páginas. De pronto, me encontré en medio de un llanto que no pude contener. Pensaba, acomodándome mentalmente en otra perspectiva, que si pasaba algún satélite de comunicación de los norteamericanos, de aquellos que yo acostumbraba a ver desde el patio en noches de verano apoltronado en una vieja perezosa que había sido de mi abuela, me podría fotografiar como una única luz en la inmensa oscuridad de aquella zona arrasada por la tragedia. Pero escuchaba los cuerpos de los Miletti y todas mis distracciones se diluían como la posibilidad de que dejara de llover por esos días. Volvía al libro, volvía a la realidad de algún disparo de escopeta en la lejanía y volvía al momento en que empezó todo con mis dos hermanas, quitándose la lagaña de sus ojos cuando se asomaron asustadas.

Entrada la madrugada, supe que me iba a dormir, y seguí leyendo en medio de ese llanto repentino, en un esfuerzo por evitarlo. Si papá venía a primera hora, me iba a lo de mi prima, me pegaba un baño y me acostaba algunas horas. Los Miletti se habían tranquilizado, el silencio en todo el barrio era atroz y, empujadas por el viento, las aguas seguían golpeando las paredes como para que no nos olvidemos de su presencia. Creo que en algún momento, definitivamente, me dormí un buen rato. Cuando empezó a aclarar, salí de la carpa y vi que las olas golpeaban el Peugeot 504 del vecino del fondo, en un amague por mostrar el borde del techo, como una promesa de bajante. Un rumor que iba in crescendo me hizo asomar hacia el frente de mi casa. Eran unos muchachos y unas chicas muy jóvenes, en lanchas y canoas, preguntando si necesitábamos comida. Carloni, desde el techo de la casa de enfrente les dijo:

—¡Que baje el agua necesitamos!

Una de las chicas, con voz dulce, pero firme, le respondió:

—Lo entendemos. Mañana van a abrir el terraplén para que el agua se vaya hacia el Paraná. Tome estos paquetes, hay sándwiches, galletitas y dos botellas de agua mineral.

Carloni aceptó los paquetes y les dijo: discúlpenme, nos vamos a quedar sin nada de nuevo. En otro grupo de canoas, más atrás, venía Giancarlo Miletti. Lo vi treparse a su tapial, agarrarse fuerte del pilar de la luz y alcanzar su techo de un salto, casi sin esfuerzo. Me vio y sin saludarme se metió en el altillo.

—¡Hijos de puta!

Giancarlo Miletti salió hecho una furia, me miró y tratando de simular tranquilidad me dijo:

—¿Vos no viste a nadie? Me robaron. Una radio, la botella del whisky importado y la medalla que gané en un torneo de bochas. Guita había poca, el grueso me lo llevé yo anoche.

—Escuché gente, como una pareja, risas… luego, me quedé dormido. Ni siquiera vi cuando se fueron.

En ese momento, llegaron Marcelo y papá. Hablamos de lo que le pasó a Miletti. Papá subió al techo con las provisiones que traía para pasar largas horas hasta la tarde. Bajé y Marcelo invitó a Giancarlo a venir con nosotros. Miletti puso contra la puerta del altillo un lavarropas que nunca supe cómo pudo subir, y bajó por su tapial hasta la canoa.

Mi prima vivía hacia el lado opuesto al arroyo desbordado que llevaba su cauce al Paraná. A medida que nos íbamos alejando, una línea oblicua y sucia iba marcando con certeza la bajante. Saludé a Darío, que gritó mi nombre desde su techo con un mate en la mano. Continué en silencio, las hojas de una rama casi caída del sauce de los Alarcón me acarició la cabeza. Comenzó a lloviznar.

(Inspirado, libremente, en un hecho real, donde haber llorado solo toda una noche, en una sensación de soledad profunda,  rodeado de aguas frías, en aquella dramática y gigantesca inundación que afectó a mi barrio, Empalme Graneros, en 1986, se convirtió en un recuerdo imborrable. Yo tenía 22 años, y ese año, había pasado el cometa Halley, conocí a Vivi, había visto por primera vez en vivo a Joan Manuel Serrat, Argentina salió Campeón del Mundo, Central se encaminaba hacia un nuevo campeonato de la mano de don Angel, y empecé a tener un romance eterno con la Literatura Latinoamericana, sobre todo con los primeros cuentos de Julio Cortázar.)

 

 

 

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