La reunión fue en la casa de Raiter. El tipo tiene esa extraña habilidad para lograr que sus amigos pasen buenos momentos con pocas cosas. Si Raiter tuviera que conducir un espacio de radio o de televisión tendría que llamarse “Mate y música”, que es lo que hay. Ahora, bien, cuál es la característica esencial de estos encuentros: tomar mate y escuchar música, aun cuando los bizcochitos o las facturitas, algo duras a esas horas de la noche, son llevadas por nosotros, los invitados. Tampoco hay nada dogmático en esos encuentros que, por otra parte, fueron saliendo espontáneamente, porque se permite llevar discos, en vinilo o en c.d. o algún cassette, y también algún libro que puede ser leído con un trasfondo a bajo volumen que realza la voz lectora. Estos encuentros tampoco tienen que ver con los asados sabatinos que, de tanto en tanto, cuando alcanza el mango para comprar algunas achuras, sirve el flaco Bonifacín. La reunión, decía, fue una de las primeras, y comenzó con un vinilo que trajo Marquitos de la mano de Camila. Lo había comprado en la plaza Sarmiento y lo presentó como algo de otro planeta, lo vino anunciando toda la semana a través de mensajes de texto y correos electrónicos: no se imaginan lo que llevo el viernes. Si esperaba, cuando mostró la tapa del disco, una exclamación delirante, que resumiera admiración, nostalgia, excitación, lo logró. Qué otra cosa podríamos hacer que rendirnos ante el arte de tapa de “La Grasa de las Capitales”, de Serú Girán. El vinilo estaba impecable, aunque tenía una pequeña fallita, un saltito precedido por unos segundos de fritura, a la altura de “Noche de perros”. Empezó a circular en la bandeja del Winco que había sido del padre de Raiter, junto con la circulación del mate y las pequeñas bandejas de masitas. El coro de Any, la cantante de música urbana que sale con Raiter, mientras escuchábamos “Perro andaluz”. El rostro que dejaba traslucir el brillo en los ojos de doña Clelia, la mamá de Raiter, y su certera confesión de que estuvo con su marido en el teatro La Comedia, en aquel mítico concierto de Serú, en plena época de dictadura: Y Celio no quiso ir, se quedó con mi mamá, dijo, nosotros seguíamos a Charly desde Sui Géneris. Así, doña Clelia se sumó golpeando los dedos índice y medio contra su palma a ritmo de Moro baterista en “Frecuencia modulada”.
En un momento de la noche, Any se disculpó y pidió permiso para salir un rato al patio a fumar. El disco giraba por tercera vez, cuando Any explicaba que un atado le duraba tres meses o más, que sólo fumaba cuando una canción le pegaba fuerte al corazón y deseaba hacer algún cover de la misma en alguna de sus actuaciones. Hacía unos cinco minutos que Any estaba afuera, asomándose cada dos, mientras pedía que no empezáramos con el cuento que trajo Camila hasta que ella entrara. De pronto, Any entró bruscamente, apretando la colilla en un platito que había a tal fin en la mesada de la cocina. Dijo que había un tipo, de camisa blanca y pantalón blanco sobre el techo vecino, coreando “Viernes 3 AM”. Tomé un bizcocho de la bandeja antes de salir con los demás, porque estas situaciones, aunque no me provoquen temor, me ponen algo ansioso. Lindando con el patio de la casa de Raiter, había una casa de dos plantas con terraza, sin barandilla, puesto que el pelilargo y barbado muchacho estaba sentado con los pies sueltos en el borde del techo, mirando hacia el oeste y repitiendo algo que no escuchábamos del equipo, porque estaba a muy bajo volumen. Sin embargo, él coreaba, bajito también, pero lo suficientemente claro como para que lo escucháramos: …cambiando lo amargo por miel… Y no nos veía o simulaba no vernos. ¿Quién es? preguntó Marquitos. Doña Clelia, que estaba unos metros atrás, dijo: no sé, la casa está en venta desde hace unos siete meses. Aquí vivía un matrimonio que no hablaba con nadie, vinieron hace unos quince años, y nunca supimos cómo se llamaban siquiera. Pero ese muchacho no es el vecino. ¿Qué les parece si entramos? preguntó Any. Sí, entremos, dijeron al unísono Camila y Raiter.
Entramos. Sacamos el disco, aunque Marquitos propuso que lo dejáramos en la bandeja hasta otro viernes de encuentro. Doña Clelia puso la pava para calentar más agua, Any cambiaba la yerba, mientras Camila corría la cortina del ventiluz de la cocina para observar al muchacho misteriosamente seruniano que ya no estaba sobre el techo. Camila buscaba en el libro el cuento que iba a leer, “Negocio inmobiliario”, de Lorrie Moore, que tiene dos páginas de risas inclaudicables. Salimos, nos despedimos. Algunos pasamos por la puerta de la casa vecina de Raiter y vimos el cartel que gritaba a los cuatro vientos: En Venta. Las luces, por supuesto, estaban apagadas.
Mate y Música
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