Recursos

El parque tiene contacto estrecho con lo más ruidoso del centro. Como si hubiera una cortina aislante a lo largo de esa avenida paralela al Paraná, uno se siente en medio de un sonido ideal para crear en la mente alguna historia que después podamos eternizar en el papel. Esa noche, creo que viernes, aunque imposible recordar el año (desde que cumplí 50, la historia de mi vida se introdujo en un caleidoscopio, donde está todo, pero sin fechas ni distancia), llegué apenas cayó el sol. Esperé esa multitud heterogénea dispuesta a darle alma a ese aire acallado. Todo me aporta como disparador. Desde el Parque de la Bandera hasta el Museo de Arte Contemporáneo, recorriendo los senderos de lajas que atraviesan el césped, los árboles, los bares y clubes costeros que estaban con sus luces apagadas. No había nadie. Volviendo, en sentido contrario, un sonido, una voz susurrante, penetraba en mi oído sin dejarme comprender palabra de esa frase corta. Busqué el origen de esa voz mirando hacia arriba, noté que en el cielo habían desaparecido todas las estrellas. Me senté debajo del ceibo. Otra vez la voz, fugaz, como un rumor que recorre el aire, de un lado a otro, como el sonido cuadrafónico del cine. Y al rato, tiempo inconmensurable, la voz fue convirtiéndose en un sonido suave de turbina perfecta. Esa transformación del sonido me llevó a acercarme a la barandilla de la barranca. El río estaba congelado, oscuro, aunque siluetas de pequeños aviones descendían, se deslizaban por esas aguas sólidas y seguían su camino. Mucho se ha contado acerca de los cementerios aborígenes instalados en esa zona en los albores de nuestro continente, mucho se ha contado acerca de los túneles que pasan por allí debajo de esos parques, destinados al contrabando en la época en que a nuestra ciudad le llamaban la Chicago argentina. Pero, esto ¿qué era? Nadie alrededor para comentar o como testigo de eso que estaba viviendo. Hasta que, en otro momento, siempre sin  poder medir el tiempo concreto, percibí a lo lejos una silueta que se agrandaba ante mi vista fija. Se acercaba, sin dudas. Cuando estuvo a mi lado, vi que era una mujer de tez morena, piel arrugada, envuelta en un poncho multicolor. Su mirada me generó pavor ante la posibilidad de que fuera la famosa parca. Sus manos sobre las mías, que no pude darme cuenta cuándo las puso, me quitó cualquier temor que pudiera haber surgido. Su cabello canoso asomaba en esa capucha de lana y apenas se movía por la leve brisa que merodeaba el lugar. Algo frío sentí en la palma de mi mano. Algo que me guardé en el bolsillo mientras ella se alejaba siguiendo su camino. Decidí que era el momento de partir de allí, y me fui atravesando el césped, alejándome del río, del ceibo. Una vez en la avenida la lluvia torrencial me empapó en segundos. No era una lluvia repentina. Estaba todo mojado, como si hiciera horas que caía esa lluvia en la ciudad. Miré hacia el edificio más cercano, había gente asomada a sus ventanas contemplando, con horror, el diluvio. Como si nunca hubieran visto caer agua del cielo. Me refugié bajo un alero con luz. Saqué el objeto que la anciana me puso en mi mano. Era una medalla de acero con un sol dibujado. Es la que cuelga de mi cuello a la altura de mi pecho, muchos años después, cuando desperté esta tarde y empecé a recordar cómo terminó todo. Los recursos se venían agotando hacía siglos, aunque los sabios de siempre no querían asumirlo. Los inversores invirtieron, en lo que más les convenía, hasta que todo estalló. Los accionistas sólo querían ganar más año tras año, sin importar hasta dónde. Los trabajadores terminaron comiéndose los unos a los otros. No había proyectos de salvación, más que las oraciones que, evidentemente, no eran escuchadas por nadie. Y yo, una vez que perdí a toda mi familia en una disputa por alimentos en los alrededores de un mercado, decidí alejarme hacia no sé dónde. Los ricos y poderosos supieron bien qué hacer, se fueron hacia ese otro planeta tan promocionado por las agencias de viaje que quedaron destruidas en esta guerra de todos contra todos. Los combustibles se agotaron, los transportes se convirtieron en chatarras calcinadas por un sol que abrasaba como si recién se hubiera creado el universo. Me pregunté de qué sirve sobrevivir, quedar solo en un planeta sin recursos, ¿refundar la humanidad? Mi hermano fue la última compañía, hasta que esa noche, en busca de agua, lo mataron para comérselo. Fue un grupo dispuesto a reclutar gente esclava para ellos. Se resistían a la idea de que nadie podría trabajar más para nadie, porque no había recursos. Así me quedé solo. Una noche cargué los alimentos que teníamos en el sótano en un carro pequeño y encaré hacia las afueras de la ciudad. Creí que no había nadie hasta que recibí un golpe fuerte en la nuca. Dormí hasta esta tarde, que ni sé siquiera qué fecha es y qué importa qué fecha es si ya no habrá semanas, meses, años, ni siglos ni nada… ¿Qué es el futuro? Si no sé qué es este presente. Recorrí el lugar. Hay pinos, frutales, palmeras, un río de agua transparente. El pasto bien cortado. Yo ya no siento cansancio, quién sabe cuánto tiempo dormí. ¿Qué es el tiempo? Me siento con la espalda apoyada en un fresno, junto al río cuyas aguas calmas van hacia… ¿habrá puntos cardinales aquí? No tardé en darme cuenta de que sólo tengo una remera verde marihuana, un calzoncillo bordó, un jean azul gastado, unas medias grises y un par de zapatillas azules. Pero también descubrí que tengo un último recurso: un celular. Lo extraigo de mi bolsillo, no hay señal y la batería se acabará pronto. Mi recurso más valioso es mi mente, concluyo, donde empiezo a generar pensamientos que me auxilien para comprender qué es todo esto y este lugar. Mi formación pop me lleva al territorio del cine y tendría que entender esto como una película de ciencia ficción y esperar a que en cualquier momento aparezca una nave ultramoderna de diseño futurista (dijimos que tal vez no hay futuro). Mi enterrada formación religiosa me lleva al territorio espiritual, diciéndome que con aquel golpe en la nuca morí y estoy en el paraíso y que en cualquier momento vendrán mis parientes más cercanos a recibirme. Mi formación escéptica me dice que todo acabó, que el mundo seguirá girando con gente dispersa en alguna parte, sin saber de la existencia de otra gente que, si existe la posibilidad biológica, se reproducirá y pasará de sedentaria a nómade en busca de recursos. Esos pueblos tendrán que crear, y armarán otras sociedades esperanzadas, con reglas de convivencia hasta que alguien que se cree más que sus semejantes se encargará de romperlas, de armar su propio ejército con el objeto de dominar a los otros y así pasarán siglos hasta llegar nuevamente a este momento en que alguien se pone a pensar en esas cosas que otro denominó alguna vez el eterno retorno. ¿Para qué pienso tanto? Porque si pienso, luego existo, aunque esta tarde aquí, soy un humano de descarte. Si tuviera una formación megalómana, pensaría que sí, fui el elegido por el creador para empezar todo de nuevo en un mundo que agotó sus recursos sin alcanzar la hermandad. O para terminar, porque el sol ya cae y debo pensar en cómo protegerme del frío que estoy comenzando a sentir, me pregunto si no formaré parte de un experimento provocado por los mismos autores del big bang que tal vez desean ver cómo voy a reaccionar ante esta circunstancia. Ya aparecen las primeras estrellas. Mi cerebro me dice que el universo sigue su curso y le importa un carajo que los humanos hayamos sido tan primitivos y mezquinos. Jódanse, diría una voz grave, si pudiera expandirse en un susurro intenso por todas las galaxias. Ay, mi cerebro. Con las primeras sombras me relajo, descanso, me acomodo en el mullido césped y recorro con mi vista el sitio, hasta que descubro detrás de unos arbustos el brillo azulado de dos ojos que me contemplan. Ojos de puma. Somos dos en esta historia. ¿Y mañana… qué?